Portal Libre de Poesía Hispana

KulturArt es un modesto portal gratuito dedicado a la expresión artística de todo/as aquellos que quieren intervenir en él. Nuestra máxima expectativa es servir de soporte gratuito y sencillo a todo/as aquello/as que no saben, o no tienen, como mostrar sus obras.

domingo, 13 de marzo de 2011

ENTRE TODOS LOS HOMBRES de Morla

Cuentos en KulturArt

Morla    La Fallera Cósmica
-------------------------------------------------------------------------

ENTRE TODOS LOS HOMBRES de Morla

 

- I -

-Cada vez me va a doler menos, hasta que se me olvide.
Dijo aquello y volvió a llorar de forma desconsolada. Parecía no avergonzarse, no darse cuenta de que yo estaba allí, observándola, como si ella fuera un delfín haciendo cabriolas en la piscina de un zoológico y yo un niño que nunca hubiera visto delfines. Su llanto provocaba un sonido extraño e intermitente, parecido al lenguaje ruidoso de las focas, pero también a la sirena penetrante de una ambulancia... me reprendí por permitir aquellas que comparaciones absurdas desfilaran por mi cabeza e intenté hallar el modo de consolarla. Haciendo por enésima vez gala de mi torpeza, no encontré ninguno.
-Desahógate.- Murmuré finalmente mirando al suelo.- Estaré en mi habitación por si me necesitas. Ya sabes, basta con que golpees la pared.
Pero mis pies parecieron no escucharme. Salir de allí era dejar de ver. La pared finísima que separaba nuestros mundos me permitiría seguir oyendo su dolor, pero mi imaginación desbaratada me llevaría a asociarlo con las colonias de focas de La Antártida. Cambié de estrategia, me acerqué hasta la silla donde se había derrumbado y, arrodillándome, la abracé con ternura que no identifiqué como mía.
-Ven aquí chica.- Siempre la llamaba así, "chica".- Ven aquí y llora todo lo que quieras.
Permanecimos juntos unos minutos, luego besé a María en la frente y la obligué a mirarme a los ojos; los suyos, enrojecidos, brillaban acusos y oscuros, perdidos, debían mirar hacia dentro por que estoy seguro de que ni mirándome me veían. Las yemas de mis dedos se empaparon de lágrimas al recorrer su rostro. Sus mejillas estaban ardiendo.
¿No me vas a contar lo que te pasa?
Entre otras cosas.-Dijo algo más calmada.- mi jefe está a punto de entrar por esa puerta.
Aún no había asimilado la noticia cuando alguien llamó a la puerta cerrada y, sin esperar que le invitaran a pasar, la abrió y entró en la habitación sonriendo al tiempo que decía "Buenas tardes". Sólo se dió cuenta de que ella lloraba al concluir su frase cortés de saludo y no recibir respuesta.
-¿Qué es lo que ocurre aquí?.- Me preguntó entonces en un tono de evidente disgusto.
Rozaba los cincuenta. Era un hombre cubierto por un abrigo largo y negro, que observaba la escena a través de unas gafas dimunutas. No supe qué contestarle y, ante mi silencio, no tardó en olvidarse de mí. Dejó en el suelo su cartera de piel e, imitando sin saberlo cada uno de mis recientes pasos, se arrodilló junto a María y tomó sus manos de palmas anchas las de ella, afiladas y blancas como pequeñas alas de paloma.
¿Qué es lo que pasa María?
Nada Miguel... no quiero que me veas así.-Alterada por el recién llegado había vuelto a reforzar su llanto.- Sal fuera por favor, me visto en un momento y nos vemos en la oficina.
Miguel consultó su reloj mientras decía: "no hay ninguna prisa", y por eso me cayó bien. Se puso en pie y me indicó con un gesto rápido que debíamos irnos. Se había arrugado ligeramente el abrigo, pero no parecía importarle. Tenía unos modales realajados. Recogió su cartera inclinándose de forma impreceptible, como si todos los días la dejara en el mismo lugar para buscarla luego. Me invitó a pasar delante y cerró la puesta tras él. Ya en el pasillo, descubrí que una mancha marrón de aspecto nada saludable rodeaba su ojo derecho. Debió de notar por mi expresión que me había percatado de su defecto, sin embargo no se inmutó. Se limitó a dejar escapar un leve suspiro sofocado por los sollozos provenientes del cuarto.
-¿Vas a decirme qué es lo que ha pasado?... ¿Cómo te llamas? -Óscar -¿Fumas Oscar?.- Preguntó, ofreciéndome la cajetilla de Ducados que acababa de sacar de su bolsillo. Le olía el aliento y sus dientes amarillentos relucían de una forma viscosa. - No, gracias.- ¡Qué mentira! - Yo fumo sin cesar, despido un pestazo a tabaco que va a terminar por traerme problemas... la gente empieza a alejarse de mí... .-Detuvo la operación "sacado y encendido del cigarrillo" y me sonrió buscando complicidad. Quería ganarme para cualquiera que fuera su causa y, al devolverle la sonrisa acompañada de una risita estúpida, yo accedí a que lo hiciera.- ¿Por qué llora? - No lo sé, de verdad. Sólo soy su vecino de habitación y lleva muy poco tiempo en la residencia, casi no nos conocemos. Escuché algo raro y pasé para ver si me necesitaba... aquí las paderes son muy finas.
-Precisamente por eso creo que sabes más de lo que dices. -Si tuviera que adivinar la razón, supongo que apostaría a que llora por un hombre. -Somos todos unos cabrones. -Sí.
Los dos reímos. Alguien se dirigía hacia nosotros por el corredor.

- II -

Amal, "el de las 27 perforaciones", era moreno, oscuro como un cuervo y esbelto, largo, ligeramente encorvado como una rama. De sus ojos negros e inmensos siempre escapaba un destello misterioso. Incluso a las ocho de la mañana, cuando bajaba a desayunar después de no haber dormido (Amal no dormía nunca. lo consideraba una pérdida de tiempo), ese brillo se escapaba de su mirada y se diluía en su acento.
Era canario, pero tenia también algo de indio. No hubiera desentonado ni entre la multitud intermitente de una discoteca, ni en la choza principal de una tribu desconocida, removiendo pausado el contenido de una gran marmita con el porte y la lentitud trascendente de un hechicero, en fin, para describir a Amal con precisión hubiera hecho falta que un narrador de leyendas chinas se diera una vuelta por la residencia de estudiantes que habitábamos en la Gran Vía.
Eran pocas las veces que salía a la calle. Subsistía sin apenas ver la luz, deambulando por las estancias iluminadas con tubos fluerescentes, deambulando por las estancias iluminadas con tubos fluorescentes, manteniendo conversaciones interminables con otros seres semejantes, atrapados por la inexplicable fascinación que ejercía sobre todos nosotros el edificio y la vida en común que habíamos iniciado dentro.
María, sin embargo, no era como ellos. Permanecer más de lo necesario en el interior le agobiaba. Salía siempre, aunque fuera sola. Iba al cine, a pasear, a dejar correr las horas en "La casa del libro", ver transcurrir el tiempo en el reloj desde la cama le ponía de los nervios. Pero aquella tarde fue distinta porque, confundida quizás por la pena, María no salió y , para colomo, concertó con su jefe y Amal encuentros simultáneos, con los que hizo coincidir su ataque de angustia sin plantearse la posibilidad de aplazarlo para cuando ambas citas hubieran concluido.
Obedeció a Miguel y comenzó a vestirse. Lo supimos porque escuchamos el golpe seco que le propinó a la hoja atascada del armario. Esto ocurrió en el pasillo, exactamente cuando Amal, ya junto a nosotros después de recorrer el largo pasillo, hizo ademán de abrir la puesta de la habitación con toda la naturalidad del mundo, sin molestarse en llamar primero.
-Espera.- Le interrumpí.- No puedes pasar, María se esta cambiando. Saldrá enseguida. -¿Vais a salir?.- Preguntó con vehemencia.- Pero si María ha quedado conmigo. Me dijo ayer que me pasara esta tarde para ver como iba el piercing. -¿María tiene un piercing? Si, en el ombligo, y yo tengo 27. ¿Algún problema?
Miguel me miró y yo le confirmé en silencio que Amal no le mentía. El chaval era un virtuoso de la música y estudiaba en el conservatorio. Tocaba el bajo y ensayaba cada noche con una orquesta desconocida la partitura de "Jesucristo Superstar". Pero no era aquel homenaje discreto a Camilo Sesto lo que había hecho popular a Amal entre los residentes; la popularidad se la había proporcianado su faceta de perforador: hacía piercings a domicilo. Acudía a la habitación del interesado y, a cambio de 5 000 pesetas, le dejaba como tarjeta de visita un agujero en la parte del cuerpo más insólita. A María, como el mismo había explicado, le perforó el ombligo. Por eso se conocían.
-¡Vaya!- Exclamó francamente impresionado Miguel.- Verás... -Me llamo Amal. -Verás Amal, no puedes entrar, ella no está bien. -Está llorando, ¿tienes idea de lo que puede pasarle? -No, ¡menudo pronto! -A veces Amal daba la impresión de ir fumado las 24 horas.- ¿Y qué coño hacéis aquí?
Sólo entonces me dí cuenta de que no sabía por qué estábamos esperándola. Miguel resolvió nuestras dudas:
-La esperamos para ir a dar un paseo.- Amal me miró divertido; yo no salía de mi asombro.- Preferiría que nos acompñarais, pero no os puedo obligar. Sola no vamos a dejarla y tampoco vamos a enfrascarnos en una conversación plagada de confidencias porque no hay confianza suficiente, no somo las personas adecuadas. Pasear la distraerá un poco, además, hay un sitio al que podemos ir para ayudarla a pensar lo menos posible.

- III -

No quiso decirnos adonde nos dirigíamos. Mientras caminábamos escoltando a María, todos sabíamos que había un cuarto hombre que burlaba sin dificultad la protección que intentábamos ejercer sobre ella: era aquel que pululaba por su cabeza recordándoe que ya no la quería. Sobre como sería y qué es lo que había ocurrido, no nos atrevíamos a aventurar nada. Miguel caminaba delante. No nos acercamos para hablarle porque no hubiéramos sabido qué decirle. Permanecí con Amal a una distancia discreta. Tampoco hablé con él, no teníamos nada en común. Amal era la clase de chico que se llevaba bien con todo el mundo porque no tenía nada en común con nadie. Cuando Miguel nos propuso acompañarle, Amal no lo dudó, respondió con un "vale" resuelto que, en su según para que situaciones sistema de comunicación, quería decir "estoy aquí para lo que haga falta". La ciudad parecía un embudo. Avanzábamos casi por inercia, un paso tras otro siguiendo a Miguel hacia Callao, comporbando con discreción que María, entre nosotros y él, no se despistara a pesar de su estado medio sonámbulo, semiinconsciente, de una languidez romántica que, ahora lo sé, despedía una luz especial que nos alcanzaba también a los tres y nos confería un matiz de diferencia bastante de agradecer, teniendo en cuenta que nos encontrábamos inmersos en el flujo humano de la Gran Vía, donde todo era confusión y destacar resultaba imposible. Me gustaba Madrid porque lo peculiar era la norma (supongo que lo mismo ocurrirá en todas las grandes capitales, pero a mí, a nosotros, nos había tocado esta y habíamos permitido que nos atrapara) y porque tenía 22 años y una habitación en el centro a la que había llegado después de pasar el resto de mi vida con mis padres, sin ningún hermano, llevado entre algodones por las calles de Logroño, lugar "hiperactivo" donde los haya. No, fuera de coñas, me gustaba Logroño, pero me apasionaba Madrid. En Logroño, ver cruzar a Amal un paso de cebra, ataviado con sus 27 pendientes, su sombrero impermeable (no para la lluvia sino con una finalidad meramente estética) y sus movientos musicales, dotados de una imdescriptible cadencia, hubiera producido en el resto de transeúntes un efecto similar al provocado por un ornitorringo cogiendo número en la cola de una carnicería; en Madrid, sin embargo, Amal paraba desapercibido y, no sólo eso, además optaba por compartir la tarde con un no menos surrealista hombre de negocios, una becaría sin amigas a las que cansar con sus problemas sentimentales y un vulgarcillo estudiante de informática. LLovía. Dejamos atrás a la gente que se protegía del agua bajo la marquesina de los cines del Palacio de Prensa; cruzamos al otro lado y continuamos nuestra marcha silenciosa Gran Vía abajo, hasta la calle de la Montera.
-Nos ha traído a la calle de ls putas- Dijo Amal muy bajito, abriendo mucho los ojos, ya grandes de por sí, como si pretendiera sacarlos de las órbitas.-¿No estará pensando en prostituirla? Bueno, ya hemos llegado. Este es el lugar.- Miguel se volvió hacia nosotros por primera vez en todo el trayecto. En su abrigo parasitaban algunas gotas de lluvia y su expresión estaba encendida, como teñida de locura.- Vamos a jugar al bingo.
Nos contó que había estado enfermo. Se enteró una tarde del invierno anterior, cuando acudió al oftalmólogo para recoger el resultado de unos análisis rutinarios. El mensaje que se desprendía de aquel cuadro abstracto de cifras y números es que corría el peligro de quedarse ciego. Aquella noche volvió a casa y tuvo miedo. Le dijo a su mujer que iban a operarle, pero que no era nada serio. Ella no se quedó muy convencida y en la cama, antes de dormirse, le abrazó y le dio un beso; después se apartó y le miró los ojos a cierta distancia. Sin necesidad de escuchar la pregunta, él le dio la respuesta que esperaba: "De verdad que no es nada, duérmete tranquila". A la mañana siguiente tenía que viajar a Sevilla. Llegó a las siete a la estación de Atocha y se sentó en un bancó del andén con su abrigo, su cartera y el billete del AVE metido en un bolsillo. De repente supo que no iría. Se levantó y, sin saber muy bien por qué, se metió en el metro. La línea uno le llevó hasta la Gran Vía, luego sus pasos independientes hicieron el resto y le condujeron hasta el edificio más miserable donde se ubicaba el bingo. Recordó entonces que ya había estado allí. Cuando cumplió 18 años, su padre le llevó a jugar y le dijo que aquello era lo más cerca que quería verle de las putas. Se pasaron jugando toda una tarde de domingo. Su padre pagaba los cartones, uno para cada uno en cada partida. COn tan poco en juego, era fácil prestar atención a lo que sucedía alrededor sin el peligro de dejar por tachar algún número. Prostituas y chulos, clientes arrepentidos o no muy satisfechos con su hazaña, turistas desorientados y ancianos que, paradójicamente, luchaban por matar el tiempo constituían el plantel básico de la sala. Tan sólo les unía una cosa: el deseo de evadir sus mentes, de incluirse en un paréntesis de irrealidad y cierta ingenua esperanza. La partida era lo de menos. Mezclados, los jugadores se reían, quemaban las esquinas de los cartones y pedían a los camareros meriendas y tubos con combinaciones insólitas. Una mayoría fumaba. El humo condensaba el ambiente pero no parecía molestar a nadie. En aquel bingo se jugaban las "lentas" y, cuando las anunciaban poe le micrófono, se producía un alboroto general que el recién llegado, el primerizo, no conseguía comprender.
-Cuando se juega una lenta, -nos explicó Miguel.- entre número y número se deja transcurrir un minuto, por eso los más viejos aprovechan para ir a comprar más cartones. Durante las partidas normales, suelen pensar que, si no cantan, es por que no han sido capaces de seguir el ritmo y tu atención ha dejado escapar algunos números que deberían haber tachado. -¿Qué hiciste cuando volviste aquí después de saber que estabas enfermo?- Fue María la que formuló la pregunta. Era la primera vez que hablaba desde que habíamos salido de la residencia.- ¿Jugaste? -Sí, me acordé de mi padre y luego jugué durante horas, no pensé en nada y al mismo tiempo me premití el lujo de pensar en todo, fue una especie de terapia. Cuando salí, llame a mi mujer y le dije que no había sido sincero con ella. Le conté toda la verdad. -Seguro que no completa. ¿A qué no le dijiste que habías pasado la mañana en el bingo?.- Preguntó incisivamente Amal. Un segundo antes, había acercado sus labios perforados a mi oreja para susurrar: "Este tío es un ludópata".- Seguro que no le contestaste eso. -Sí se lo hubiera dicho, no hubiera podido volver. -¿Así que vuelves? -Sí, no con mucha frecuencia pero siempre vuelvo. Hay quien se va a dar un paseo por el retiro cuando le dan un disgusto y necesita estar solo; yo me vengo aquí y procuro relajarme. Pensé que si funciona conmigo, también podría funcionar con María.
Había sido tan sincero que parecía un soldado rendido y desarmado, esperando sin fuerzas que el enemigo vencedor no fuera demasiado duro con los vencidos. Terminó su pequeña reflexión y buscó la mirada de María. La encontró enseguida. Había estado atenta. Ya no lloraba, aunque semicírculos rojizos cubrían el contorno inferior de sus ojos. A mí, no se por qué, aquellos semicírculos me recordaron a las manchas de humedad que un buen día invadieron el comedor de la casa de mi abuela. Nunca desaparecieron, pero mi padre y mis tios, consiguieron camuflarlas detrás de un par de densas capas de pintura.
-¿Estás mejor? -Creo que sí. -No tenemos por qué quedarnos. Si lo prefieres podemos irnos. -No, quiero que juguemos.
Amal y yo no tuvimos inconveniente. Además, Miguel insistió en pagar y eso acabó de convencernos. Nos dieron las siete de la tarde sin cantar una mísera línea, pero nos reímos. Nos reímos nosotros y se rió María, fue como subir a merendar al techo con el tio de Mayy Poppins, sólo la idea de que había que marcharse nos hizo descender a la realidad. Miguel levantó la sesión. Había olvidado que tenía una reunión de padres en el colegio de su hijo. Decidimos irnos con él. Le vimos confundirse con la multitud entrante y saliente de una boca de metro. Se despidió de María "hasta mañana" y de Amal y de mí "hasta la vista". Ya no he vuelto a verle, pero cuando recuerdo aquella tarde, ahora que escribo esto, me gusta pensar que algún dia, en quien sabe que situación, le encontraré de nuevo y no habrá cambiado en absoluto; tal vez entonces le confesaré que fumo y aceptaré un cigarro para revivir nuestra primera espera.

- IV -

Pasé por la habitación de María antes de acostarme. La puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Se había quedado dormida mientras escribía en su cuaderno. Sin deshacer la cama, todavía vestida, sus manos protegían débilmente la libreta que había convertido en su diario. No pude resistirme, con el sigilo propio de un espía la liberé de su frágil encierro y leí lo que había escrito:
"Ha sido una tarde lluviosa y gris, perogrullada estúpida, porque todas las tardes lluviosas son grises. Madrid me envuelve, pero ni siquiera la vida que se desprende de la ciudad y se cuela por la ventana de la habitación con el ruido del tráfico y la fuerza cegadora de las luces de neón consigue aligerar mi tristeza. Intuyo que este es un periodo propicio para la reflexión profunda y la creación literaria, pero yo prefiero que transcurra permitiendo que desfilen por mi cabeza y mi rutina todos los hombres del mundo"

0 comentarios:

Publicar un comentario